La Madre Laura Montoya Upegui, nació en Jericó, Antioquia, pequeña población colombiana, el 26 de Mayo de 1874, en el hogar de Juan de la Cruz Montoya y Dolores Upegui, una familia profundamente cristiana. Recibió el sacramento del Bautismo cuatro horas después de su nacimiento. El Padre Evaristo Uribe, párroco de Jericó, le dio el nombre de María Laura de Jesús. Dos años tenía Laura cuando su padre fue asesinado, en cruenta guerra fratricida por defender la religión y la patria. Dejó a su esposa y sus tres hijos en orfandad y dura pobreza, a causa de la confiscación de los bienes por parte de sus enemigos. De labios de su madre, Laura aprendió a perdonar y a fortalecer su carácter con cristianos sentimientos. La idea, el conocimiento y el amor de Dios despuntaron en su alma desde tierna edad en dos experiencias místicas a las ella llamó el Golpe del hormiguero y el golpe del banco, las cuales relata en su autobiografía. Dios se le dio a conocer en hondas experiencias trinitarias que la llevaron en continua ascensión hasta las alturas de la mística. Así se expresa en sus años postreros:
“Me parecía que mi ser se quemaba y se encendía en un amor de adoración tal, que se iba destruyendo al calor e impulsos de este amor”.
Ante el absoluto de Dios, la Madre experimenta la nada de su ser de criatura:“Mi nada es mi descanso delante de tu grandeza”. Característica de su espiritualidad es vivir en perenne adoración.
Desde sus primeros años, su vida fue de incomprensiones y dolores. Supo lo que es sufrir como pobre huérfana, mendigando cariño entre sus mismos familiares. Aceptando con amor el sacrificio, fue dominando las dificultades del camino. La acción del Espíritu de Dios y la lectura espiritual especialmente de la Sagrada Escritura, la llevaron por los caminos de la oración contemplativa, penitencia y el deseo de hacerse religiosa en el claustro carmelitano. Tenía sed de Dios y quería ir a El “como bala de cañón”.
Esta mujer admirable crece sin estudios, por las dificultades de pobreza e itinerancia a causa de su orfandad, hasta la edad de 16 años cuando ingresa en la Normal de Institutoras de Medellín, para ser Maestra Elemental y de esta manera ganarse el sustento diario. Sin embargo, llega a ser una erudita en su tiempo, una pedagoga connotada, formadora de cristianas generaciones, escritora castiza de alto vuelo y sabroso estilo, mística profunda por su experiencia de oración contemplativa.
Santa Laura, experimentó el dolor profundo de la terrible situación en la que se encontraban los indígenas y afrodescendientes, a lo que llamó "MI LLAGA" bien sabía ella, que estos hermanos y hermanas partían de este mundo sin conocer a su Padre y Creador, al Dios que ansiosamente los esperaba para realizar a plenitud de su obra y fin para el cual habían sido creados, para una vida feliz, para la salvación eterna.
La gestación de la obra, esperó el momento de su iniciación deseada con cinco compañeras y entre esas cinco estaba su propia madre carnal doña Dolores Upegui. La Madre Laura, inició la obra anhelada por la que suspiró tantos años, en medio de las dificultades, contrariedades y hasta calumnias. Más tarde dicha obra fue acogida con "alma, vida y corazón" por el Excelentísimo Monseñor Maximiliano Crespo, Arzobispo de Santafé de Antioquia, aprobada, en medio de una naturaleza que les brindó el dulce canto de las aves, el verdor de la vegetación robusta y fuerte y con el calor del trópico de Dabeiba - Antioquia, Colombia, que contagiaba alegría, gozo y esperanza.
En 1914 apoyada por monseñor Maximiliano Crespo, obispo de Santa Fe de Antioquia, funda una familia religiosa: Las Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Sena, obra religiosa que rompe moldes y estructuras insuficientes para llevar a cabo su ideal misionero según lo expresa en su Autobiografía: Necesitaba mujeres intrépidas, valientes, inflamadas en el amor de Dios, que pudieran asimilar su vida a la de los pobres habitantes de la selva, para levantarlos hacia Dios
MAESTRA CATEQUISTA DE LOS INDIOS Su profesión de maestra la llevó por varias poblaciones de Antioquia y luego al Colegio de La Inmaculada en Medellín. En su magisterio no se contenta con el saber humano sino que expone magistralmente la doctrina del Evangelio. Forma con la palabra y el ejemplo el corazón de sus discípulas, en el amor a la Eucaristía y en los valores cristianos. En un momento de su trayectoria como maestra, se siente llamada a realizar lo que ella llamaba “la Obra de los indios”: En 1907 estando en la población de Marinilla, escribe: “me vi en Dios y como que me arropaba con su paternidad haciéndome madre, del modo más intenso, de los infieles. Me dolían como verdaderos hijos” Este fuego de amor la impulsa a un trabajo heroico al servicio de los indígenas de las selvas de América.
“Un solo dolor y una sola aspiración había en mi vida: ¡Dios ultrajado y no conocido y mi ansia por darlo a conocer! Eso era cuanto se agitaba en mi alma desolada. No tenía desolación propiamente mía. ¡Era la desolación de mi Dios desconocido!. Mi alma ardía en el deseo de hacer algo grande porque mi Dios fuera conocido y mi compasión por los infieles se hizo muy inferior a mi deseo de ver a Dios conocido y amado como se merece”. Busca recursos humanos, fomenta el celo misionero entre sus discípulas, escoge cinco compañeras a quienes prende el fuego apostólico de su propia alma. Aceptando de antemano los sacrificios, humillaciones, pruebas y contradicciones que se ven venir, acompañadas por su madre Doloritas Upegui, el grupo de “Misioneras catequistas de los indios” sale de Medellín hacia Dabeiba el 5 de Mayo de 1914. Parten hacia lo desconocido, para abrirse paso en la tupida selva. Van, no con la fuerza de las armas, sino con la debilidad femenina apoyada en el Crucifijo y sostenida por un gran amor a María la Madre y Maestra de esta Obra misionera. "Ella, la Señora Inmaculada me atrajo de tal modo, que ya me es imposible pensar siquiera en que no sea Ella como el centro de mi vida. ”La celda carmelitana, objeto de sus ansias en el tiempo de su juventud, le pareció demasiado fría ante aquellas selvas pobladas de seres humanos sumidos en la infidelidad, pero amados tiernamente por Dios. “Siento la suprema impotencia de mi nada y el supremo dolor de verte desconocido, como un peso que me agobia”.
Comprende la dignidad humana y la vocación divina del indígena. Quiere insertarse en su cultura, vivir como ellos en pobreza, sencillez y humildad y de esta manera derribar el muro de discriminación racial que mantenían algunos líderes civiles y religiosos de su tiempo. La solidez de su virtud fue probada y purificada por la incomprensión y el desprecio de los que la rodeaban, por los prejuicios y las acusaciones de algunos prelados de la iglesia que no comprendieron en su momento, aquel estilo de ser “religiosas cabras”, según su expresión, llevadas por el anhelo de extender la fe y el conocimiento de Dios hasta los más remotos e inaccesibles lugares, brindando una catequesis vivencial del Evangelio. Su Obra misionera rompió esquemas, para lanzar a la mujer como misionera en la vanguardia de la evangelización en América latina. El quemante “SITIO”- Tengo sed- de Cristo en la Cruz, la impulsa a saciar esta sed del crucificado :”¡Cuánta sed tengo! ¡Sed de saciar la vuestra Señor! Al comulgar nos hemos juntado dos sedientos: Vos de la gloria de vuestro Padre y yo de la de vuestro corazón Eucarístico! Vos de venir a mí, y yo de ir a Vos”
Mujer de avanzada, elige como celda la selva enmarañada y como sagrario la naturaleza andina, los bosques y cañadas, la exuberante vegetación en donde encuentra a Dios. Escribe a las Hermanas: ”No tienen sagrario pero tienen naturaleza; aunque la presencia de Dios es distinta, en las dos partes está y el amor debe saber buscarlo y hallarlo en donde quiera que se encuentre.”
Redacta para ellas las “Voces Místicas”, inspirada en la contemplación de la naturaleza, y otros libros como el Directorio o guía de perfección, que ayudan a las Hermanas a vivir en armonía entre la vida apostólica y la contemplativa. Su Autobiografía es su obra cumbre, libro de confidencias íntimas, experiencia de sus angustias, desolaciones e ideales, vibraciones de su alma al contacto con la divinidad, vivencias de su lucha titánica por llevar a cabo su vocación misionera. Allí muestra su “pedagogía del amor”, pedagogía acomodada a la mente del indígena, que le permite adentrarse en la cultura y el corazón del indio y del negro de nuestro continente.
La Madre Laura centra su Eclesiología en el amor y la obediencia a la Iglesia. Vive para la Iglesia a quien ama entrañablemente, y para extender sus fronteras no mide dificultades, sacrificios, humillaciones y calumnias.
“En cierto modo hay dos vírgenes que conciben y ambas por obra del Espíritu Santo: María y la Iglesia. María dio a luz a Jesús y la Iglesia a los santos, que son como el reflejo de Jesús o sus imágenes vivas.”
Tiene una mentalidad universal que la hace vivir sin fronteras, abarcando en su celo el mundo entero:
“Oh santo Evangelio fórmula pedagógica de Jesús, mi gran Maestro!, cuánto os amo y cómo quisiera llevaros como antorcha sagrada a los últimos lugares o rincones del mundo.”
Esta infatigable misionera, pasó nueve años en silla de ruedas sin dejar su apostolado de la palabra y de la pluma. Después de una larga y penosa agonía, murió en Medellín el 21 de octubre de 1949. A su muerte dejó extendida su Congregación de Misioneras en 90 casas distribuidas en tres países, con un número de 467 religiosas.
Hoy sus hijas, miembros de la Congregación que fundó hacen presencia en 21 países, distribuidas en América, África y Europa. Impulsadas por el Espíritu Santo y fortalecidas en las virtudes y caraceterís de santa Laura Montoya, primera santa colombiana, como la:
Espontaneidad creadora: “Las cosas naturales las he dejado pasar, sin que entren en la melodía de mi vida. Al fin lo que pasa que pase- me he dicho siempre-desde aquel día que referí en las primeras páginas de esta narración, cuando por primera vez me arrancó la mano de Dios del lado de mi madre, es decir, cuando estando solo de cuatro años de edad, me encontré por primera vez con el sacrifico”.
Vigor y fortaleza: “No se el tiempo que estuve en este cerco de la Divinidad!. Desde entonces parece que quedé confirmada en fortaleza, no como en fortaleza mía, sino como con la de Dios. Así me figuro que será la que sienten los mártires…De aquí en adelante, los intereses de Dios y sólo ellos embargaban todas las fuerzas de mi alma” (Aut. 272,4)
Esta gran misionera pasó a vivir su Pascua Eterna el 21 de octubre de 1949 en Medellín, Antioquia-Colombia.
Fue beatificada por el Papa Juan Pablo II, el 25 de abril de 2004 y canonizada por el Papa Francisco el 12 de mayo de 2013.